Nací y me crié en Buenos Aires. Tengo una familia muy futbolera de esas que se amargan cuando salen mal los partidos y les arruina el fin de semana. De aquellas que en el día del padre lo único que podés regalar son cosas de fútbol y después de la camiseta, el short, las medias, los botines, el porta botines y el libro del cuadro, ya no se nos cae una idea de qué más regalar. Así de futbolera es mi familia y sin embargo, nunca, en los 20 años que vivo, fui al Obelisco a festejar después de un partido de la selección. De manera que hoy, 22 de junio, fue una experiencia nueva para mí también, no solo para mis compañeros norteamericanos, Katherine, Rob, Chris y Alyssa.
Ya con nadie en las calles nos dividimos entre la pizzería de Recoleta ‘El Cuartito’ y un kiosco de quiniela a la vuelta. Mientras Rob y Katherine intentaban sacar fotos en las pequeñas dimensiones del kiosco, yo me dispuse a tirarme en el piso a mirar el partido en un televisor menor a 14”. Los cinco hombres que estaban dentro del kiosco (yo tampoco entiendo porque había tanta gente atendiendo un kiosco) se mostraron muy felices y hasta halagados por ser fotografiados por mis compañeros (hasta fueron a poner el mate así la escena quedaba mas porteña). Luego de un primer tiempo sin mayores sobresaltos, Federico, fanático hasta la médula de Boca, fue a visitar a sus vecinos de la fotocopiadora y a comentar un poco el partido. Rob y Katherine se pasaron al otro local para el segundo tiempo y yo por una cuestión de cábala me quedé en el mismo de antes. Luego de un gol lleno de bronca de Demichelis entró Martín Palermo a la cancha para la máxima alegría de cualquier xeneize y especialmente de Federico que agarraba la tele con las dos manos y le daba gracias a Dios. Me confieso bastante fanática de Boca –como dije mi familia es muy futbolera– y dediqué 5 minutos de mi atención futbolística para explicarle a Rob que Palermo era la Cenicienta de la selección, “El Optimista del Gol” y lo más grande del planeta (esto último quizá haya sido un poco tendencioso). Por lo tanto lo tenía a Rob deseando un gol de Palermo en tan solo unos pocos minutos. Y fue allí cuando se produjo el milagro: faltando tan solo 2 minutos para que se terminé el partido Martín Palermo, El Loco, metió un gol que hizo gritar hasta el más gallina de las gallinas. Federico estalló en lagrimas, me abrazó, me alzó, me soltó, abrió la puerta y salió corriendo como un maniático. De los gritos, todas las palomas de la calle salieron volando. Fui corriendo al otro local a buscar a Rob que no sé si entendía quién había metido el gol. Entre gritos histéricos se lo dije y empezamos a saltar como dos nenas.
Finalizado el partido nos reencontramos con Flor, Alyssa y Chris y nos dirigimos al Obelisco. Tan solo la caminata fue emocionante, apenas nos podíamos escuchar de los bocinazos. Poco a poco se fue llenando de gente y por unos momentos perdía a mis compañeros en la masa de gente. Alyssa se dispuso a rumbear y bailar con las personas que tocaban los bombos y varios argentinos le pidieron sacarse fotos con ella. Creo los norteamericanos aun no entienden el fervor por el fútbol, miraban atónitos el mar de gente que se congregaba. Era muy divertido ver sus caras aunque por dentro debo decir que se sentía muy impresionante. Estaba orgullosa de saber que la gente que hacía ese lío era mi país, una sensación extraña pero que me llenó el corazón. Este sentimiento y una torta frita que me compré del tamaño de un vinilo me hicieron sentir más argentina que nunca. Definitivamente es una experiencia que todos los argentinos deberían sentir antes de morir. Nada como festejar con el pueblo la victoria del pueblo y para el pueblo. ¡Vamos Campeón!
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