"Acá no importa si sos gorda, flaca, alta, baja, fea, pobre... solo impora que sepas bailar". María profesora de Lengua y Literatura en un colegio secundario, desvía la mirada hacia la pista de baile. Quince parejas bailan abrazados de manera estrecha -tango milonguero- "Tengo mil novias" de Enrique Rodríguez y Armando Moreno. María la tararea mientras sus ojos recorren las mesitas alrededor de la pista de baile, esperando que algún hombre le cabecee para ir bailar.
Hoy, miércoles de trampa, la gente que baila es en su mayoría casada. “Dicen que ‘salen tarde de la oficina’ y vienen acá”, cuenta Claudia, la señora que cobra las entradas en el Salón Canning de Palermo. “El baño se vuelve un lugar especial. La gente viene de traje uy se cambia. Después cuando se van, se vuelven a cambiar y así es como si nunca hubieran venido”.
Hay un receso de 30 segundos en el que pasan música pop. Los bailarines vuelven a sus mesitas y descansan. El tango empieza a sonar de nuevo. Los hombres miran alrededor y les cabecean a las mujeres con las que quieren bailar porque “está muy mal visto que un hombre se acerque a la mesa”. Si la mujer no quiere, se hace distraída. “Así nadie sale lastimado, se resguarda mucho la intimidad”, dice María, apasionada por el tango desde chiquita. “Le pedía siempre a mis tíos que me enseñaran a bailarlo”, dice.
A pesar de ser totalmente de día, la luz dentro del salón es tenue, las cortinas están cerradas y alumbran el lugar unas lámparas que dan una luz amarillenta. En uno de los rincones hay una barra llena de mozos con chaleco rojo y camisa blanca. “Los mozos ya nos conocen todos y trabajan en diferentes milongas”, cuenta Antonio, un español de unos 60 años que enseñó tango por 15 y se vino a vivir a Argentina en el ’99. Las paredes del Salón Canning están empapeladas con cuadros y fotografías de bailarines de tango. La gente que baila es de todos los tipos. Están aquellos que llevan un atuendo tanguero: polleras por la rodilla, medias de lycra y musculosa, todo negro. Y también están los que siguen con el traje del trabajo, o mujeres en jean y remera informal. “Podés ver a un mamarracho bailar con alguien muy bien vestido, no importa nada”, dice María.
“Acá no hay pasos de memoria, es un sentimiento, un día lo bailas de una manera y otro de otra; solo hay que saber llevar a la mujer”, dice Antonio. La pista confirma su teoría. Nadie baila el tango igual; hay más aferrados, más distantes, los que bailan con los ojos cerrados, concentrados, y los que se miran fijamente como si estuvieran enamorados. “Uno se va mimado de la milonga, recibimos abrazos, halagos, y aunque no sean verdad, uno se va muy contenido”, dice María mientras se cambia los zapatos de taco por unas botas chatas. Los zapatos de taco no se sacan a la calle, sino se arruina la suela. María se queda un rato sentada cantando “esquinas Porteñas”, de Ángel Vargas. Una pareja joven, bien vestida, en la mesa de al lado miran entusiasmados el show. “Algunos vienen por esnobismo, pero sino sentís la pasión del tango…”, dice mirando a la pareja. “cada vez se llena más de extranjeros, quedan pocas milongas sin descubrir. ‘La Viruta era muy linda, hay muchísimos jóvenes, de 20 años muchos, pero ahora se está llenando de turistas y perdió el atractivo”.
Antonio habla del tango como un porteño de pura cepa. En España formó parte de un grupo tanguero, “2x4”, y hacían giras. “Para mí es la única droga que no perjudica, un orgasmo que dura 3 minutos”, declara riéndose. María en cambio, mira la pista con cierta nostalgia mientra tararea y dice: “las verdades que dice son impresionantes, es una pinturita de la vida”.
El salón se vuelve más oscuro. Son las 7 de la tarde y cada vez llega gente mejor vestida para bailar. Se abrazan, de manera muy estrecha, ya no quedan de aquellos distantes. Todos con los ojos cerrados. Una verdadera adicción. Diría Borges: “esa ráfaga, el tango… esa diablura”.
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